Una Alejandría propia – Momo

Hoy toca alegato. La que avisa no es traidora. No quiero arrastrar a nadie a guerrear demasiado;  es más bien un toque de atención, de reconocimiento, de memoria. Surgido a partir de una idea condensada en un tweet, dicho sea de paso. El tweet, de la usuaria @Amanda_Killian rezaba más o menos lo siguiente: “Las bibliotecas no son únicamente un sitio donde obtener libros gratis. Es uno de los pocos lugares que quedan en nuestra sociedad donde te está permitido existir sin la expectativa de gastar dinero”. Directo, conciso. Penosamente cierto.

Con el paso de los años hemos convertido lo gratuito en sinónimo de cutre y lo barato en algo casi prostituido, sin embargo, nos ganan con las rebajas, descuentos, la sensación de haber ahorrado en una compra por el placer de sentir que poseemos algo cuyo valor era mayor de lo que hemos desembolsado. Cierto señor alopécico americano lo sabe bien. Nos quema el dinero en el bolsillo al mismo tiempo que nos apremiamos a ahorrar. Continuamos en la espiral de gasto, a veces por puro aburrimiento, por obsolescencia o simplemente porque de un año para otro la rueda se las ha apañado para crear una nueva tendencia, una nueva moda, una nueva necesidad. Cada día necesitamos más estímulos, novedades, la sensación de mejora y avance… Necesitamos dinero y necesitamos gastarlo más allá de la compra en los ultramarinos.

Qué sería de nosotrxs si hubiera un lugar comunitario al que acudir en busca de algún elemento de ocio en un momento puntual y sin riesgo de aburrimiento, ya que al cabo de unos días simplemente devolveríamos aquello que hubiéramos cogido. Gratis. Sin recargo. Tan solo presentando una tarjeta identificativa. Una biblioteca. Ese equipamiento cultural que todx políticx se jacta de promover en el programa municipal y cuya consideración depende mucho del lugar donde se ubique y del momento en que se haya nacido. Un edificio que pasa a formar parte subliminal del mobiliario de un barrio del mismo modo que el colchón en un dormitorio.

He de reconocer que me gustan estos lugares; me provocan una sensación de placer que no necesariamente tiene que ver con el hecho de ejercer la lectura, sino más bien con la idea de una puerta abierta a prácticamente cualquier mundo imaginable sin la necesidad de meditar demasiado la elección. La fantasía de que cualquier cosa que se quiera conocer no está vedada a ninguna mirada. Desde una visita escolar en la que, con buen ojo, procuraron colarnos que aquel primer carnet que tendríamos con nuestra foto suponía un paso hacia nuestra independencia personal, que en aquel momento resultaba gigantesco, quedó marcada como referencia, en el entonces pequeño mapa de mi mundo, una biblioteca cercana a mi casa: no demasiado elegante, no demasiado cutre, pero con unas maravillosas vistas al verde circundante. Han sido muchas visitas, carreras disimuladas intentando evitar una mirada acusadora sobre la tardanza en la devolución de un libro, los primeros CDs de “música de mayores”, largas tardes de frío hundida entre los cojines de la zona infantil y, posteriormente, muchas jornadas de estudio, desde el bachillerato hasta los últimos exámenes de la carrera. También la biblioteca universitaria guarda muchos recuerdos y momentos, esta vez más relacionados con quienes rondaban los pasillos en la misma época que yo y cuya falta hace que volver allí ahora haya perdido el sentido y parte del encanto del otrora hospital psiquiátrico, tan luminoso, acogedor y precioso. 

Sea como fuere, aun cambiando de ciudad, buscar una biblioteca cercana y amiga era una de las primeras necesidades. Estuvo aquella con vistas a la cúpula de la catedral, cafetería y mesas diseminadas por los pasillos exteriores que permitían broncearse durante las sesiones de lectura en verano o refugiarse del calor entre las paredes de piedra hasta la llegada de la medianoche. Después vino la del sobrenombre levemente hiriente hacia la familia real, con sus enormes paredes acristaladas que tentaban con salir al abrasador sol sureño del exterior y que coincidió en el tiempo con aquella erigida como una enorme nave de techos altísimos, situada prácticamente en mitad del campo y donde algunos pájaros se perdían entre los libros intentando buscar alguna miguilla. La última (por el momento), nombrada en honor a una mujer que llevó a cabo su labor como lexicógrafa a pesar de las restricciones de la época, guarda aquel fantástico cuadrilátero donde los usuarios parecíamos acecharnos desde nuestros cubículos individuales, y donde adquirir libros convertidos casi en reliquias por el módico precio de un euro era una oportunidad diaria. Esto, junto con la cafetería, son las únicas excepciones a lo que sigue. 

Son lugares que nada tienen que ver con un comercio donde quienes te reciben dependen en ocasiones de que compres para que ellos puedan continuar allí o cualquier establecimiento hostelero donde consumir a toda velocidad y huir de la aglomeración. En una biblioteca no reinan agobios, exigencias, prisas, ni ruidos. Eso buscan realmente quienes acuden en muchas ocasiones, más que indagar en los más o menos extensos fondos bibliográficos. Entre la fauna local tenemos estudiantes y opositores, quienes entendemos están en la aún búsqueda de un medio que les permita subsistir. Lectrxs voraces cuyas estanterías en casa están demasiado llenas para las ansias de papel y tinta de sus dueñxs. Familias que necesitan, especialmente en invierno, un entretenimiento semanal extra que no suponga jugar bajo la lluvia. Y gente sin hogar. Las bibliotecas no dejan de ser un oasis a refugio del frío y el calor, equipado con asientos cómodos (a veces demasiado), sin gasto directo alguno y cuyos materiales permiten escapar durante un rato a la realidad que espera en la calle cuando el reloj marca la hora de cierre.

Este último verano he tenido la oportunidad de ser un poco más animalillo de biblioteca y trabajar en una; es cierto que ha sido una particularmente presumida en la idea que el alto mando que la dirige quería proyectar para la ciudad, pero al final no dista de cualquier otra en cuanto a la realidad cotidiana. Esta es de una luz mucho más íntima, paredes oscuras y ladrillo, sillones mullidos, escenografía cuidadosamente creada para la categoría del conjunto general del edificio (más de unx le saca provecho para el postureo en redes sociales) y una larga lista de materiales en préstamo más allá de aquellos impresos en papel. La prensa diaria suele ser uno de los mayores atractivos, llegando a crear auténticas pugnas por el control de una u otra publicación y el lugar preferente destinado a su lectura. Muchxs de los parroquianxs son habituales, llegando a asistir religiosamente de lunes a domingo. En poco tiempo se conocen las dinámicas generales, a quién pasar una penalización y a quién tener estrechamente vigiladx. Quienes trabajan aquí han aprendido a ver lo que cada cual necesita y en la mayoría de ocasiones aciertan. Nuestros comportamientos no dejan de delatarnos, pero cuesta no caer en la fácil atribución de caracteres cuando alguien no cumple con el delicado equilibrio del lugar.

Alguien no lleva bien puesta la mascarilla, aquel ejemplar ha sido devuelto con desperfectos, este libro no aparece en el lugar que le correspondería, no, no se puede comer un sándwich mixto en mitad de la sala de estudio, no, tampoco ver porno en ninguno de los ordenadores. Algunas resultan obvias para el protocolo social básico, pero es algo distinto cuando hay quejas por el uso de asientos de lectura con la única finalidad de cargar el móvil en un enchufe cercano, lxs niñxs corretean y gritan sin que nadie haga por hacerlos callar, hay que despertar a quien está profundamente dormidx porque las normas no permiten tal uso del espacio o varixs usuarixs aseguran no haber estado utilizando carnet de amigxs o familiares para tener más sesiones mensuales en los ordenadores ante la amenaza de sanción. Se les mete en la lista negra con mayor rapidez. Lo fácil es tachar de mala educación a la mala conducta social. Caraduras, aprovechadxs, irresponsables… Quienes entran en este cupo son en muchas ocasiones personas situadas en los márgenes de lo socialmente aceptado: inmigrantes, familias monoparentales, ancianxs, toxicómanxs, sin techo, enfermxs mentales, ninis, niñxs de hogares desfavorecidos… No se conoce lo que acecha tras ellxs y a veces acertaríamos pensando mal de algunos de sus comportamientos, pero lo hacemos quizá por la nimiedad de que nos molesta su actuación en lo que teníamos pensado que fuera el transcurso del día. Nos mancha el impoluto plan.  

Son en su mayor parte pequeñeces sin importancia; la peor de las reacciones  es tomarlo como una afrenta o enervarse, pero al mismo tiempo nos impiden mirar un poco más allá y ver qué está sucediendo realmente. Quienes se han convertido en mis particulares profesores por este verano han aprendido a mirar: conocen algunas de las historias que arrastran, bajan la voz cuando han de llamar la atención, hacen la vista gorda ante algunos fallos y soportan a veces más de lo que debieran. La duda es qué hacemos los demás cuando estas situaciones no se dan por asumidas en nuestro día a día. Sin ningún cartel que nos avise de derecho de admisión alguno, en ocasiones se procura desde arriba forzar la hostilidad para que quienes no son bien recibidos al cruzar el umbral se den por aludidos. Algo tan simple como cargar el móvil, dar una cabezada después de comer, leer un cómic por gusto, echar una partida con la consola o tomar una clase por videoconferencia son lujos que la mayoría de nosotros podemos permitirnos en el día a día sin que nos parezca nada extraordinario. 

¿Por qué?

Porque tenemos una casa, una habitación, un espacio donde desarrollar nuestros proyectos o perder el tiempo mirando el gotelé si lo preferimos. Un sitio propio al que acudir de manera segura al final del día y no sentirnos angustiadxs, vigiladxs o ahogadxs por compartirlo con demasiada gente o habitar de prestado. Un hueco donde cerrar la puerta al día anterior y coger fuerzas para el siguiente, apilar nuestras particulares basurillas y objetos preciados sin preocuparnos de meterlos todos en un petate al día siguiente o temer su desaparición con premeditación y nocturnidad.

La duda es también qué hacen quienes dicen representarnos, porque quizá una biblioteca no sea un lugar adecuado ni de gusto de quienes no tienen otro sitio a donde ir, pero ven desaparecer incluso la opción del anonimato callejero ante la intensificación de la arquitectura hostil en las junglas de cemento y alquitrán de las ciudades. Parece que no podemos permitirnos espacios públicos de usos variados con nuestros impuestos (ni con el orgullo “patrio” de algunxs) pero sí dejar que el cuento de la cerillera se suceda estación tras estación. Hay quienes acudimos a las bibliotecas porque nos brindan un cambio a la rutina a veces gris del día a día, porque el espacio sobrante en nuestra cabeza puede llenarse con otros menesteres o porque podemos escoger dónde preferimos echar el rato. Hay quienes acuden porque el escape que se les ofrece allí es físico, corporal, tangible, vital.   

Si dejamos atrás las tretas publicitarias, la rapidez de consumo y el frenético aluvión de novedades, no necesitamos apenas elementos físicos que rellenen incesantemente nuestros vacíos, pero sí requerimos de un espacio, por pequeño que sea, donde desarrollarnos. El cada vez más vapuleado derecho al acceso a una vivienda digna recobra fuerza en un momento donde la precariedad se despliega hasta límites que aún no hemos vislumbrado. Ponerle freno a la desaparición de los espacios públicos es también una necesidad, un derecho, una parte de todxs nosotrxs. Todxs necesitamos una Alejandría propia. 

NOTAS

  1. Algunas de las ideas de este texto surgen de la lectura (recomendable y recomendada) de los siguientes títulos: El infinito en un junco (2019), de Irene Vallejo; Esto es agua (2005), de Wallace David Foster; Una habitación propia (1929), de Virginia Woolf.
  2. Ilustración de Ilya Milstein – A Library by the Tyrrhenian Sea.

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