Tenía un muy mal día. No de los que acabas enfadado, ni deprimido. De los que acabas agotado, asqueado, cansado de empujar la vida cuesta arriba como un yunque. Salía de Tribunal bajo un sol que podría hacer sudar a una piedra y entonces escuché algo. Crudo, metálico, desafinado como un llanto afónico, pero también familiar y conocido. Muy conocido, casi propio.
Seguí la música y le vi, sentado en un escalón, agachado hacia delante con pinta de ir a vomitar. Y desde luego que vomitaba, pero no era bilis ni alcohol lo que salía, porque él llevaba algo peor dentro. Auténtico veneno. Tenía pinta de perro apaleado, con ojeras casi negras, la nariz aplastada y la mirada hueca de quien no tiene nada que mirar, de quien ya no quiere ver. La típica cara larga y curtida de quien ha vivido de más y bebido de menos (o al revés, nunca se sabe) y el clásico aroma a mierda y don simón.
Su guitarra estaba aún peor, pero era preciosa. Desde luego era la última persona a la que me hubiera acercado yo entonces (una rata de biblioteca de manual, con menos calle que un pijama y cagao de mi propia sombra) pero lo que estaba escuchando me llamaba de una manera especial. Era una sensación como de llegar a casa. Una casa fría, solitaria y en ruinas, pero casa. Y quería aprender.
Le pregunté si me podía enseñar y ni siquiera me respondió. Me miró como sopesando si de verdad estaba ahí y de verdad acababa de decir eso, supongo que le pilló desprevenido. Pero al día siguiente me planté allí con mi cigar box (hecha pedazos como siempre) y me puse a imitar lo que él hacía. Y le debió de hacer gracia, porque me contó que se llamaba Jerry, que vino del norte (Dinamarca, Holanda, algo así) hace muchos años, y que había vivido (o sobrevivido) en casi todas partes desde entonces; y que no tenía ni idea de tocar.
Tampoco era un secreto muy bien guardado. Conocía de música lo justo para afinar de oído, pero se deslizaba por las cuerdas con la suavidad y el sentimiento de una cuchilla rasgando la piel. No miraba la guitarra. Decía que no pensaba en notas ni en ritmos, solo tocaba y punto, que así era más feliz. Y es cierto que hay algo en esta música que es tan primario que ni la propia música lo capta. No es un acorde ni una forma de pulsar, es un aura, un olor, un cosquilleo como de licor bajando por la garganta.
Si has pasado por ciertas cosas, puede que la entiendas. Sentirte solo, pero solo de verdad, cuando no lo estás si no que lo eres, cuando la soledad es parte de ti. Ver cómo la vida te arranca trozos y no poder hacer nada, o no saber hacerlo. Sufrir por amar a alguien de verdad. No el amor que se despide por carta; el que se entierra. Vaciar botellas hasta vaciarte de tí, dormirte abrazado a tu guitarra porque no hay nadie más, aullar de dolor a la luna y cantar mientras tanto, sentirte identificado con una cucaracha que lucha por salir de un charco de meado que no es suyo; esas cosas te hacen entenderlo.
Pero si no lo entiendes, lo más parecido que puedo decir es que es como llegar a casa. Cuanto peor suene, cuanto más tiempo hayas dedicado a darle vueltas a la cabeza y menos a ensayar, cuanto más borracho estés, más se nota.
No creo que Jerry fuera feliz. Me apostaría un brazo a que no lo era. Pero joder, entiendo lo que decía.