Un día despiertas y nada ha cambiado. A simple vista. Las sábanas son las mismas, el camino desde tu punto A a tu punto B permanece inalterado y las caras son muy similares a las de ayer. Es posible que hasta las frases que utilices y las que recibas como contestación se asemejen bastante. Los semáforos mantienen su tiempo de espera y se hace de noche a la misma hora, quizá un minuto o dos antes, o después.
Sin embargo, tú no lo ves igual, no lo percibes como lo mismo de hace unos días, unas semanas. Pueden haber pasado meses, años… Las cosas no han cambiado tanto, pero tú sí. No piensas, no sientes, no padeces como antes. No hace falta remontarse a la niñez. Llevas unos años en tierra de adultos, pero hoy algo supura por las grietas de las paredes de tu ser. Algo negro pez que al principio solo es un hilillo, pero que lenta e inexorablemente impregna todo lo conocido a tu alrededor hasta que lo deforma y lo convierte en algo que conserva el núcleo, pero no el significado.
Tu presente se altera, pero no para ahí; tus recuerdos comienzan a deformarse uno a uno, haciendo que aquel refugio quede anegado en oscuridad y desconsuelo. Te dices que cerrarás esa puerta y no mirarás atrás, pero la carga que conlleva te lastra y te impide avanzar; tus días futuros están condenados también.
Te alejas para no molestar a nadie, te aíslas, necesitas hablar, contar, sacar de dentro lo que te corroe, pero te sale y temes las consecuencias: aparece la culpa y el miedo al rechazo por tu situación. No sientes que nadie logre dar con la palabra justa, el dolor que el mundo de alrededor te causa por ninguna razón lógica ni aparente te hace vulnerable, mínima, e impide que pidas ayuda, que te quieras, que quieras, que te quieran. No puedes explicarte y no pueden comprenderte; cada intento por acercarse parece un paso más lejos de todxs.
Lo que puede curarte está lejos de tu alcance, aunque literalmente puedas tocarlo, pues la propia trampa en la que estás cayendo te corta las vías de salida haciéndote creer que no te corresponden, que no te las mereces. La única solución no está en alguien que no sepa qué hacer cuando te rompas, sino sacar las únicas fuerzas que te quedan para buscar ayuda en alguien que pueda ver patrones, lógicas, razones a tu sufrimiento y te ayude a comprenderte.
Caes y caes, hundiéndote siempre un poco más, descubriendo que el fondo no tiene superficie alguna que te frene, hasta no creer poder retornar jamás al punto de partida. En un momento llegas incluso a desear que todo cese, como una mala pesadilla, de la que al despertar solo quede calma. Tu mente y tu cuerpo están exhaustos, heridos y asumes que sola no vas a ser capaz de levantarte.
No va a ser fácil. Recomponer todas esas vías supone recorrerlas y en muchos casos destruir los caminos que llevaron a ellas. Romperte hasta las piezas básicas y construir una nueva base a partir de ahí, dejando atrás mucho y a muchxs. No hay forma de recuperar lo que quedó atrás, pero no hacerlo supone que tampoco habrá nada más adelante.
Lo llaman de muchas formas, cada vez está en boca de más gente. Muchxs lo han vivido, lo vivirán, lo viven a diario en sus carnes y en cada unx toma una forma distinta, agarrándose a lo más débil y precioso para salir siempre vencedora. Lo peor es no tener un enemigo externo contra el que luchar, algo a lo que culpar. Está todo dentro de ti. No se ve, no se toca, es complicado hacerlo comprender a alguien que nunca ha tenido que sortearlo, pero se siente la necesidad de hacerlo entender para salir.
El tiempo que costará o el dolor que supondrá se sabrá al final. Lo que vendrá después también.