Si duele no está curado – Momo

El dolor es uno de esos compañeros incómodos en nuestra vida. Uno de tantos. Incómodo, sí, mucho, pero al mismo tiempo vital, ineludible y, necesario. Nos mantiene alerta, nos agudiza el instinto, nos indica ciertos caminos, nos evita otros’. Sin embargo, procuramos escapar de él en muchas ocasiones; tan lejos como podemos. Tómate un paracetamol para la jaqueca, calmantes para el lumbago, quítate esa muela que tantos males te trae… Resulta lógico. Pero pídete también unas cañas después de un día particularmente duro, pasa un rato absortx en tu serie favorita, pon la música a todo volumen para no poder pensar en nada más, toma una pastilla para conciliar el sueño sin dar demasiadas vueltas… todo aquello que amortigüe el peso de la existencia en algunos momentos. Tratamos el dolor como algo vergonzoso, a esconder incluso en muchos casos. Mostrar debilidad es una fortaleza adquirida por pocxs; compartir lo que nos corroe o perfora el pecho con alguien y que esto nos ayude a sanar es una acción que requiere de más trabajo del que quizá vemos a primera vista. Pero también requiere de alguien al otro lado.

El dolor es incómodo; el propio y el ajeno. Nos trastoca, nos hace colocarnos en un lugar que a veces no nos agrada. No es fácil escapar a de ciertas situaciones: desconectamos el televisor cuando nos muestra desgracias que no queremos ver, volvemos la vista al cruzarnos con una realidad, ya sea lejana o cercana, que no queremos reconocer… pero es distinto cuando somos nosotrxs, cuando es nuestro el cuerpo que contiene esa sensación. Nos detenemos poco a mirar qué nos hace daño realmente y por qué. Quizá en muchos momentos sea para bien; no podríamos continuar de otra forma, el peso nos arrastraría al fondo. En otros momentos, sin embargo, simplemente nos duerme y seguimos avanzando igual… solo que en realidad no avanzamos. Hemos quedado detenidxs en un continuo movimiento de nuestros pies que, aunque creamos lo contrario, no nos llevan a ningún lado.

Todxs hemos oído alguna historia de superación. Quizá incluso la hemos vivido muy cerca y nos hemos alegrado de que quedara atrás. Hemos admirado al/la protagonista, hemos creído que mereció la pena el camino pedregoso para alcanzar ese punto de iluminación vital que hace que lo que importa y lo que no quede decantado de forma tan tajante que es difícil no aplicarlo a todos los sucesos. Pero no siempre es así y en muchas ocasiones ese dolor se ha llevado la alegría, las ganas o la esperanza de alguien en que la vida puede deparar algo mejor.

Del mismo modo que nos es impensable vivir con una molestia física constante que nos martille hasta dejarnos exhaustxs, debiera ser igual de inimaginable levantarnos cada mañana sintiendo una lastra vital que impida que cualquier energía o ánimo llegue a movilizarnos. Todxs cargamos algo, invisible, grande o pequeño, que será más grande o más pequeño según podamos con ello, según relativicemos ante aquello más nimio, según hayamos aprendido a sobrellevarlo o según nuestras capacidades intrínsecas nos permitan hacerle frente. Los dolores cambian, evolucionan, se hacen un nuevo hueco en nuestro día a día o llegan a desaparecer… Pero ahora muchos de ellos han llegado para quedarse y no tienen billete de vuelta. 

Vivimos en un mundo, en un país, en una ciudad, donde muchas personas sufren dolores a diario; y estos han ido en aumento en los últimos meses, por razones obvias. Las razones no son las mismas siempre, pero la consideración a cada individuo debería existir. Sin embargo, calibramos, medimos. Analizamos qué le ha sucedido a alguien y cómo nos cuenta lo acaecido. Escalamos el dolor y nosotrxs solemos ser la medida que marque aquello que merece la pena considerar y aquello que es banal, exagerado, no merecedor de atención. El caso más claro es ver quizá que el propio dolor de cada unx ha inmunizado en muchos casos contra el externo, porque ya supone en muchos casos un esfuerzo titánico mantenerse con el personal como para atender al ajeno. Así muchxs callan o son acalladxs. No es necesario silenciarlos, basta con no escucharlxs.

Alguien estalla cerca nuestro y en un arranque de necesidad cuenta algo sobre sí mismx, sobre lo que está atravesando. Es un grito de socorro, pero no lo reconocemos. Nos está pidiendo que le ayudemos, pero quizá la ayuda no consiste en donarle nuestros ahorros o un riñón. La ayuda en muchas ocasiones son simplemente unos minutos de escucha, es la oferta de no tener que enfrentar una situación difícil en completa soledad, es unirnos a su queja, aunque solo sea para sentir apoyo en el enfado, es una palabra de aliento sincero, una llamada que le haga saber que es pensadx o un consejo que procure hacerle sentir que hay salida, que mañana será otro día y siempre queda tiempo para que las cosas mejoren. Es a priori sencillo en la mayoría de las ocasiones y a pesar de todo, lo que esa persona encuentra a veces al otro lado es muy distinto. Es una réplica que le resta importancia, es una comparación con algo que también duele a otra persona, es un rostro de incomprensión o desidia por falta de empatía… y así ese dolor permanece y se hace más hondo. Sin embargo, en ocasiones, es tan fácil evitarlo…

A todxs nos va a tocar experimentar dolor en nuestras vidas, de todos los colores, de todas las formas, de todas las intensidades. Algunos no somos capaces de imaginarlos aún; otros quizá serán menores de lo que esperamos… o quizá consigamos transformarlo en algo que sea de utilidad, si no para nosotrxs, al menos para alguien más. No nos define la capacidad de sentir más o menos dolor, ni siquiera el hecho de que lo sintamos. Cada cual reacciona ante la vida, ante cada golpe o sorpresa como puede, con las herramientas que tiene. Nos define quizá lo que podamos hacer buenamente con él. Lo que aprendamos a hacer con él. Lo que finalmente decidamos hacer con él.

¿Y qué es lo que hacemos? Esto quizá es lo que debiéramos plantearnos cada día. En quién nos convierte el dolor que cada unx llevamos, qué ha sido de las personas a nuestro alrededor que también lo padecen, pero, sobre todo, qué mínimas cosas podemos llevar a cabo que consigan que esa pena interna no se convierta en la de otrx y que la pena que otrx porta sea más liviana, más soportable. No se puede salvar a nadie que no quiera ser salvadx; tampoco se trata de eso, sino de ceder al reflejo de apartarnos, de no endurecernos para no hacer que quienes estén al lado también deban endurecerse. El camino no va a estar siempre sembrado de algodones, pero al menos no tiene que estar lleno de piedras con las que tropezar una y otra vez hasta que decidamos no mirar más allá de nuestros propios pies por miedo a volver a caer.

Y tú, ¿que piensas?

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