Se podría decir que desde el segundo izquierda del número veinte de esta pequeña calle, se ve casi todo. Más de lo que se quiere y menos de lo que se necesita. La vida simplemente acontece, serena, cuando no se sabe observada.
En el tercero derecha del número diecinueve, dos palmos por encima del borde de mi café, sale al balcón La Señora Que Fuma. A las nueve, a las once, a las dos, a las cuatro, a las ocho y a las diez, como un reloj. Dos paquetes por semana, un pequeño mechero de gas, cortesía de Matías el estanquero y la infusión de la tarde. La Señora que Fuma, huele a menta, un poco por el poleo, un poco por sus cinco visitas diarias al balcón. Amanece con una bata azul de lana, se afloja el delantal a media tarde y, por la noche, se enjuaga con el colutorio de menta del Señor Que Canta para que le sepa más rico el último cigarrillo. Viste impecablemente, se peina treinta veces de día y treinta de noche, macera ojeras desde que yo tengo memoria y ella hijos. Fuma y respira, fuma y se detiene, fuma… y huye.
Esta mañana El Señor Que Canta ha bajado con don Manuel para echar el vermut. Martini seco para El Señor Que Canta y tinto para su amigo. Don Manuel apura un cuarto vasito mientras pone el grito en el quinto y le asegura con vehemencia al Señor Que Canta que él también cantaría si tuviera una palomita tan dulce como la suya. Y el marido, complacido canta (cómo no) Son tus perjúmenes mujer. A tan simpática algarabía se ha unido, como siempre, Ángel Villalobos, del octavo derecha. Un hombre que peina una cana por cada kilo que le sobra, aunque seguramente ni siquiera podría ponerse de pie si no tuviera la enorme suerte de estar quedándose calvo. Ángel y Manuel son el matrimonio de borrachos mejor avenido del barrio. Disfrutan de historias de la mili, la fundición, el precio del pan, el fútbol, la casa de Torremolinos, las «tocapelotas», el batín de Ángel, el pudor de Manuel, los nietos y Lina Morgan. Se me haría hasta cómico escucharles si no gastaran más decibelios que pelos en el bigote.
A las dos en punto se asoma la Señora Que Fuma, saca el paquete de Winston, enciende un pitillo y deja que el suave sol de principios de marzo le seque el sudor. De la cocina sale un delicioso olor a escalopines al jerez con pimiento rojo y patatas asadas. Justo entonces, escucho abrirse sobre mí la ventana del tercero, por donde El Ruso se asoma. Oigo el chasquido de un viejo encendedor y el aire se inunda de un olor familiar, fresco y dulce, que no consigo identificar.
Ángel, que se ha percatado de su presencia, le saluda con aspavientos y le pregunta que qué tal le va.
– Con dignidad – responde El Ruso.
El Señor Que Canta mira en dirección al balcón y enmudece su apasionado cántico. Ni siquiera se da cuenta de que le estoy mirando, solo tiene ojos para El Ruso, al que dedica una mirada cargada de hostilidad. Entonces, por primera vez en diez años, la Señora Que Fuma enciende un segundo cigarrillo a las dos de la tarde.
Don Manuel, mira al Ruso, luego al Señor Que Ya No Canta y luego de nuevo al Ruso. De repente, visiblemente incómodo, balbucea una rápida disculpa y se marcha con tantas prisas que olvida su paraguas en la terraza del bar. Ángel, se rasca su pobre cabellera sin acabar de entender a qué viene la extraña conducta de su camarada. Se hace el silencio.
Tras unos segundos que parecen décadas, el Ruso apaga su cigarrillo, cierra la ventana y desaparece de nuestra vista. La Señora que Fuma, que apenas se ha movido desde que encendiera el segundo pitillo, da una profunda calada antes de guarecerse en su sempiterna cortina de humo.
El ladrido de Dana interrumpe mis pensamientos. Se acerca a la terraza nerviosa y caigo en la cuenta de que hace media hora que debería haberla sacado a pasear. Apago la chusta en un ladrillo de la terraza, bebo un vaso de agua fresca, me visto y salgo a la calle con mi pobre Dana, que a estas alturas me mira con un reproche nada propio de una perra tan tranquila.
Nada más poner un pie fuera del portal, se me hiela la sangre. No he oído la sirena. Ni los golpes. El condenado taladro del primero… El Señor Que Solía Cantar yace en plena calle con el rostro completamente desdibujado por la sangre. Aún respira, pero es incapaz de ponerse en pie. Ángel está sentado en su mecedora, jadeando como un cerdo con el teléfono aún en la mano. Y la Señora Que Fuma llora, de rodillas, frente a la agente Morán, suplicando que no se lleven al hombre equivocado. Al único hombre que de verdad la había querido y protegido. Nunca había visto a la Señora Que Fuma por detrás. Y, por lo tanto, nunca me había enfrentado a las brutales magulladuras de su espalda.