Mundo descuidado – Zule

 

Vivimos en un mundo descuidado: descuidado con las otras personas, descuidado con las otras culturas, descuidado con las otras identidades, descuidado con la naturaleza, que por una serie de procesos históricos, parece ser que también es otra. Una premisa oculta en nuestra sociedad es que a mí lo otro no me atañe, puesto que lo otro no es mío, o al menos no es mío para hacerme cargo del deber de cuidarlo (aunque quizás sí lo sea para reclamar mi derecho de usarlo para cuidarme). Esta observación teórica se evidencia fácticamente en cómo descuidamos y desatendemos los autobuses públicos mientras cuidamos fetichistamente del automóvil propio. El mismo trato diferencial se repite entre el banco del parque y el sofá de casa, el suelo del campo y el de nuestro cuarto: lo otro, a lo sumo, lo cuido mientras lo vuelvo mío (y aun así solo si quiero hacerlo). Solo cuido las cosas tras apropiarme de ellas, tras incorporarlas a mí yo. Cuando dejan de ser mías también dejó de cuidarlas. Porque no las cuido por lo que ellas son, sino porque me son propias.

Como es costumbre en esta etapa capitalista de la historia, las personas son reducidas a objetos y descuidadas bajo estos mismos patrones. Como bien señalan muchas voces, de entre las cuales Naomi Klein me tocó personalmente (concretamente en “Decir no, no es suficiente”), el problema de los cuidados es estructural del capitalismo, del machismo, del racismo y del cambio climático. El sentimiento de poder apropiarse de las cosas para descuidarlas mientras exprimimos todo lo bueno que egoístamente podemos  sacar de ellas -para cuidar nuestros deseos, necesidades e intereses- permea buena parte de los grandes problemas de la humanidad contemporánea.

Entiendo cuidar como el hacerse cargo de las necesidades y deseos de otro ente, tratando de aliviarlas mediante un cierto sacrificio de mi propia libertad (de mi tiempo libre). Así, la falta de cuidados parece radicar en el individualismo egoísta y en la construcción de otredades (inferiores y ajenas): radica en el rechazo a sacrificar mi tiempo (libre) en beneficio de algo que no sea yo (sacro epicentro de la realidad cósmica, una y mía). El egoísmo ensalza el yo, la construcción de otredades hace a las otras indignas de mi cuidado. Este es un problema bifocal, en el que ambas partes se retroalimentan.

Muchos son los modos, más o menos sacrificados, de cuidar, pero casi todos ellos parecen pasar por malas rachas. Lo social parece estar en crisis en este mundo de Yos que luchan por imponerse unos a otros; este mundo, hijo de la Iron Maiden, donde cada quien sujeta su propia vela y lo intenta hacer siempre más alto que el resto. En este mundo, descuidar no está mal visto, de hecho, está romantizado. El éxito del tiburón de Wall Street, del rockero drogadicto, del promiscuo sin escrúpulos… el prestigio de personajes como el real Julio Iglesias o el ficcional Barney Stinson nos hablan de que el descuidar está bien visto. Y la cosa es que el descuidar desmiembra la cohesión social, generando conflicto, reproduciendo el abuso y el sufrimiento.

Mientras el cuidado es constitutivo de confianza, de sociedad; el descuidar crea desconfianza. El cuidado, se diga lo que se diga, es natural entre mamíferos de una misma especie (Kropotkin lo desarrolla muy bien en “El Apoyo Mutuo”) pues el éxito evolutivo de los mamíferos en general -y de ciertos tipos de aves y peces- consiste precisamente en cuidar unos de otros en pro del beneficio mutuo, del sostenimiento de la especie. Para un homínido -animal social, emocional, mamífero, cuyo éxito evolutivo ha consistido precisamente en la colaboración intragrupal- la falta de cuidados parece innatural. Sospecho por ello que el sintomático descuidar contemporáneo se debe a una desnaturalización, y que ella está originada por el devenir cultural de las sociedades occidentales, que a costa de descuidar a otras hegemonizó el mundo. La victoria del imperio capitalista es la imposición del yo occidental sobre otras formas de ser yo. La victoria del yo occidental es la supeditación de la dignidad humana a la realidad material en la que habita y que la sostiene: la puesta del hombre por encima de la naturaleza, yo por encima de todo lo que me constituye.

Sí pienso en el Yo, el primero que me viene a la cabeza es Descartes, ese hombre europeo criado en la descuidada modernidad colonizadora. Desde él se hegemonizó el concepto de sujeto; el último pensamiento que el francés sentía al olvidar, mediante la duda, el sentido de todo lo demás. Aquí el yo es axioma de una realidad idealista, toda ella construida en base a mí, desde mí, toda ella girando en torno a mí. Yo que soy sol alumbrador y dador de vida, ente primigenio al que hay que adorar y que debe adorarse, porque es el más digno, porque es lo único que da sentido a las cosas. Obviamente estoy exagerando: Descartes no es culpable de las consecuencias de su discurso, y el individualismo se compone de otros elementos, añadidos al subjetivismo cartesiano.

Según apunta agudamente María Mies en su obra “Ecofeminismos” (co-escrita con Vandana Shiva) el poder patriarcal y capitalista fomenta la construcción de otredades, que son inferiores al sujeto (moderno) y que, por tanto, pueden y deben ser subyugadas. Así se construye frente al hombre que habla y manda la inferior otredad mujer. Frente al blanco con armas de fuego las desalmadas (por bula papal) otredades del negro y la impiedad india. Frente a la humanidad afianzada, protectora y culmen de la evolución, el animal y la tierra que fueron aquí puestos por un Dios que, hecho a nuestra imagen y semejanza, nos regaló el mundo para poder usarlo y descuidarlo a nuestro antojo. Dado que vivimos bajo esas lógicas -de hecho habitamos en el momento de máxima expansión del Capitalismo, en su versión financiera- nos consideramos con el derecho de someter todo lo otro a nuestra voluntad, lo cual implica descuidarlo, en el sentido literal de no cuidarlo.

Fuera del fanatismo, normalmente es aceptado que todas estas otredades son necesarias en cierta medida para que la sociedad funcione como creemos que debe de funcionar. Sin embargo, existe una desigualdad estructural de derechos y deberes -derechos de recibir cuidado y deberes de cuidar. Así, hay sujetos que tienen derecho a recibir cuidados y a descuidar a otros entes, mientras que hay sujetos con la obligación de cuidar a otros (que muchas veces los descuidan) además de tener la natural, primordial e inalienable necesidad de cuidar de sí mismxs (que no se entienda que defiendo subyugar el autocuidado, pues sin cuidarme a mí no puedo cuidar a lxs demás).

La construcción de otredades radica, por lo menos, en los albores de la civilización histórica (y puede que incluso este implícita en la condición de ser sujeto ante objetos del mundo). Las leyes de Manu, los vedas, el código de Hammurabi o la Torá también sostuvieron este esquema desigual de cuidados. La sociedad griega, la romana, el cristianismo y el islam mantendrán la construcción de otredades. Lo que no es yo no debe ser cuidado, por necesario que sea para mi propia subsistencia y bienestar. Sin embargo, yo tengo derecho de ser cuidado: eso me parece natural. En grupos humanos ligados a la subsistencia (los bosquimanos, por ejemplo) es imposible olvidar la necesidad de los otros: para conseguir agua, comida, leña, refugio, herramientas… en definitiva para sobrevivir. El descuido hacia los otros humanos es solo una de las consecuencias de este juego. El descuido de la tierra, sus recursos y su biodiversidad parecen abocarnos al colapso, a un desastre que me gustaría creer que es puro milenarismo, pero que las evidencias parecen ratificar año a año. Resolver el problema climático, así como la mayoría de problemas contemporáneos, sólo es posible cambiando la lógica básica del comportamiento civilizado, por la cual nuestra dignidad se mide en nuestro derecho a descuidar.

Solo si volvemos a cuidarnos unxs a otrxs (y en otros incluyo a todxs lxs humanxs, a la Tierra, y al resto de animales) podremos escapar de todas estas dinámicas tóxicas que nos están destruyendo. Solo mediante el amor y el cuidado podemos construir un mundo distinto a lo que nosotros mismos somos, a lo que nosotros mismos hacemos: un mundo distinto al actual. Sólo así, podremos purgarnos, perdonarnos y sanarnos. Solo así podremos sobrevivir, re-enraizandonos en nuestra necesidad de los otros, y de que ellos estén bien para que lo estemos todos, por encima de nuestro egoísmo, siempre ciego. Porque en el descuidarnos reside la injusticia, y en ella el sufrimiento. Solo mediante el cuidado  (justo, digno y equiparado en deberes y derechos) alcanzaremos la felicidad.

 

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